viernes, 4 de febrero de 2011

La manera de pensar de Harold (3era correción)

Ya pasaron cinco años desde que están en ese valle frondoso cubierto por millares de árboles de abrazan el paisaje, lo suficientemente lejos de su ciudad natal para impedir que los ataquen por esa cuestión. Con el correr del tiempo, poco a poco, fueron creciendo en número logrando que haya más diversidad para el trabajo, para las tareas domésticas y aumente el seno cultural. Si el fanfarrón de Harold estuviera ahí, madurando con su gente, disfrutando el regalo que D-os les dio al poder establecerse detrás de los Alpes, alguien podría ser más feliz de lo que ya es.
Si tan solo hubiera cedido… si tan solo hubiera reflexionado… si tan solo lo hubiera escuchado con el corazón y no con su cabeza… él estaría con ellos ahora. Después de todo, lo echa de menos a ese holgazán.
En una pequeña aldea al sudoeste de España, a unos 65 kilómetros de Zaragoza, ocurrían situaciones poco comunes. En varios mercados, esquinas y a la salida de las sinagogas, las mujeres del barrio comentaban que expulsarían del territorio a cierto grupo de aldeanos por sus diferencias religiosas. Esto velozmente atravesó la pequeña comunidad. Querían expulsar del territorio a aquellas personas, de pequeño número, que vestían atuendos negros y llamativos ropajes. Claro que fue acertado lo que esas mujeres, sin más nada que hacer, comentaban entre ellas. La madre de Abraham, horrorizada, fue a paso veloz a  su hogar para comentar la pésima noticia a su familia. Por otro lado, Abraham, con menos pánico, tomó un pequeño bolso, puso ciertos objetos personales, y se dirigió a contarle esto a Harold que vivía al lado. Éste no le quiso creer, y como estaba en su tiempo de descanso, continúo con su siesta. Jamás lo hubiera imaginado. Echarlos de la tierra en la que nacieron porque los consideraban herejes. ¿Herejes? ¡Pamplinas! Nunca hicieron tales actos, pero siempre encuentran la mejor forma para tener razón y hacer lo que les plazca.
Abraham, que mientras el tiempo continuaba se volvió cada vez más vulnerable (gracias a la situación que su madre le había comentado), se arrodilló y, poniéndose el Talit, comenzó a rezar para que la Torah lo guiara en lo que tenía que hacer. Escuchó atentamente lo que le contestaba en sus plegarias y despertó a Harold que, al hacerlo con velocidad, se malhumoró por toda la situación. Comenzaron a discutir acerca de lo que se decía al respecto, porque Harold no creía lo que Abraham le contaba. Con algunos familiares que repentinamente aparecieron lo hicieron entrar en razón. Tomó lo que pudo, semillas, comida, algunos libros, siempre con el Kipá sobre la cabeza y partieron hacia el sur bordeando el Mar Mediterráneo. No eran más de cuarenta personas, unas ocho familias, y aunque no tenían destino determinado, guiados por Jacob, uno de los rabinos encargados de calmar la situación, decidieron ir a otro país.
Los vientos soplaban con aromas florales, aunque en la marcha, unos días atras de haber huído de la aldea, y después de tiempo llevando juntos, Harold comenzó a parecerle extraño a Abraham; llamativo y revelador, ya no quería rezar junto con él ni con el resto del grupo. Cuando podía comía, a escondidas, lo que estaba prohibido, lo Taref. Al ver ranas y conejos, porcinos y caballos, no dudaba en asesinarlos para luego deborarlos. Todo con una actitud despreocupada e impresionantemente irresponsable hacia sus raíces judías. Realmente Abraham no podía entender cuando observaba el comportamiento de su amigo, y se enojaba mucho con él porque le parecía una falta de respeto a sus antepasados. Cada vez que blasfemaba de una u otra manera, entre algunos trataban de hacerlo entrar en razón para que dejara las costumbres paganas y ofensivas hacia el resto de ellos. Él balbuceaba algunas palabras sin sentido y, siempre, pero siempre, recalcaba el hecho de que no era feliz con sus costumbres actuales. Harold pensaba que sus creencias, la de su amigo y el resto del grupo, eran estúpidas y sin sentido. “Con tantas leyes uno no puede ser libremente feliz” era una de las oraciones que más repetía en cada encuentro con algunas familias.
El mejor amigo de Abraham estaba quebrando las leyes de la Torah en las que juntos creían y respetaban; y se sintió traicionado por la persona en la que más confiaba en todo el mundo. Jacob los guiaba y en algunas semanas pudieron abandonar España para introducirse en Francia, donde se mantenían al margen de las ciudades. Les preocupaba, principalmente, seguir un camino cerca del río para poder bañarse, obtener agua potable y pescar. Siempre, antes de continuar su camino, Jacob bendecía los alimentos y les daba fuerzas a la comunidad para continuar con su camino hacia un lugar más seguro.
Harold a veces parecía una persona totalmente distinta en todos sus aspectos. Hablaba con  certeza indiscutible sobre lo que creía que era la verdadera vida. Proclamaba abolir  leyes y construir una nueva forma de vida en la que todos los que estaban ahí pudieran elegir, criticar y discutir, ya no soportaba más el autoritarismo. Tan solo quería vivir mejor, quería otra cosa, quería ser feliz, escuchado y tomado en cuenta. Pensaba muy diferente a los demás. El grupo hacía como que no lo escuchaba con excepción de los niños, que cuando sus madres los veían hablando con Harold inmediatamente los retiraban de su alcance. Abraham, desde lejos los observaba y sufría por su amigo porque no podía entender porqué se comportaba así.
Al pobre muchacho lo tildaban de borracho, enfermo, loco, y demás vulgaridades. Abraham no podía dejar de mirarlo, quería tenerlo cerca sin importar lo que digan. En cada parada que tenían durante la noche siempre se ocupaba de que no le faltara nada. A pesar de todo, seguía siendo su mejor amigo y, fuera de eso, de vez en cuando terminaban la noche juntos hablando de alguna situación, de lo que pensaban al respecto tras haberlos echado de su país por patrañas absurdas, de lo lindas que eran las jovencitas y de lo que la vida es capaz de hacerles cuando menos se lo espera. Había otras noches en las que, de tanto hablar, acababan discutiendo por tener pensamientos opuestos, lo que traía aparejado el hecho de que no se hablaran por varios días. Pero siempre, uno u otro, se miraban, cuando podían, y terminaban con un fuerte apretón de manos sabiendo que la pelea se daba por finalizada, sin rencores ni angustias.
Las situaciones fueron variando en gravedad según el lugar y/o el día. Un día que llovía se encontraban entre las ciudades de Avignon y Grenoble, que para esa época siempre hay grandes tormentas y que fue la travesía más larga que tuvieron, Harold se enojó con el que estaba discutiendo y empezó a gritarle; y en otras ocasiones terminaban con los ojos morados y narices sangrando. No era para nada fácil viajar con él, pero con esto no se iba a deshacer la amistad entre estos dos muchachos, compinches, casi hermanos de aventuras.
Cuando no tenían mucho que comer, algunas mujeres iban a comprar trigo molido para poder hacer algo de Matzá ya que los hombres no podían ir porque temían llamar la atención y que los descubrieran por sus largas barbas y el Kipá. Todo les resultaba arduo y difícil, pero siempre salían con la cabeza en alto.
Abraham y su humor también cambiaban respecto al día y lugar. Pasando la ciudad de Grenoble, siempre bordeando el río lo mas ocultos posible, la convivencia entre las familias no fue del todo agradable. Había momentos donde no podían abastecerse de alimentos, todo el grupo sobreviviendo a duras penas con legumbres que llevaban a cuestas  y con algunas bayas que se encontraban en los alrededores de donde pasan la noche. En el río no podían pescar nada de lo permitido, no encontraban alimentos Kasher: ni truchas ni salmones; y en los alrededores no encontraban más que conejos silvestres. Las mujeres y los niños eran la prioridad, entonces los hombres dejaban que ellos se alimenten para demostrar su fuerza y capacidad como líderes natos, algo que pasaba inadvertido dentro de los suyos. No había excepción alguna, todos los masculinos mayores de dieciocho años no ingerían alimento para proporcionárselos a los más débiles. Claro que siempre algún joven se sumaba a los que se sacrificaban ante la muchedumbre para salir adelante con la hambruna que sufrían. Por su puesto que al estar sin comer, sumado a las estupideces de Harold, la paciencia de todos era un sin fin de explosiones que pensaban que jamás terminaría, sobre todo la de Abraham que era el que más lo conocía y más poder tenía para poder callarlo. La cabeza de Abraham soportó tantas veces las tonterías de “una vida mejor”, que creía haber superado todos los discursos que Harold divulgaba, y que nada de lo que podría decir lo afectaría en el transcurso del viaje hasta poder establecerse. Ese día, habiendo evadido y pasado la ciudad de Lyon, el peor día de hambruna para todos los hombres que se encontraban allí, algunos decidieron dormir para olvidar la pena de no comer, y otros sufrían mientras que algunos pensaban. Abraham estalló de furia e ira incomprensible  ante los discursos pedantes que Harold le susurraba mientras bebían agua para engañar al estomago del hambre. Realmente no pudo aguantarlo y explotó en una cantidad de barbaridades que refutaban, gracias a la palabra de la Torah, todo lo que el cabeza de chorlito decía con tanta confianza y certeza. Se gritaban, se humillaban frente a todos lo presentes, hasta que, finalmente Abraham, quitándose el Kipa, dejó en un costado su traje negro y el Talit, terminaron golpeándose ferozmente uno al otro. El resto de la comunidad no podía soportar más las blasfemias que Harold decía ya que nadie lo había callado hasta ese día, y,  sin quererlo, el mejor y único amigo que había tenido en toda su vida “cavó su tumba”. El resto de los hombres mayores lo tomaron, dejando en el suelo sus trajes, lo acorralaron, se arremangaron sus camisas, lo dejaron inconciente y se lo llevaron a una distancia de 100 metros en el medio del bosque para que no pudiera volver fácilmente. Lo ataron de pies y manos para asegurarse que tardara en desatarse. Esa noche, después de desterrar a uno de los suyos, una lluvia tormentosa no cesó hasta varias horas después.  Al día siguiente comenzaron la caminata, al ver que el sol se asomaba y les regalaba su luz.
Días y semanas pasaron recorriendo tierras sin nombre y pueblos que evitaban. Sí que caminaron y cuánto que lo hicieron. Una expedición agotadora.  No lo soportaban más. Cruzar los Alpes suizos no fue tarea fácil. El sol radiante golpeaba en sus blancos rostros y a lo lejos sentían que llegaban a un lugar seguro. Siguieron caminando y se asentaron en lo que creían que era lo mejor para comenzar una nueva vida, en lo que iba a ser una mejor vida. Tenían cerca un lago en donde se proporcionaban de agua potable y un valle fecundo de vegetación que iba a ser el hogar para la comunidad.  El clima no era lo suficientemente apto para sembrar todo el trigo, las papas y cebollas que querían, pero de cierta manera se acostumbraron a su entorno. El lago les regalaba peces que aprovechaban y un clima frío que con el tiempo fueron adiestrando.
Abraham no solo perdió a su mejor amigo por estar hambriento y porque quería intentar cambiar su manera de pensar, sino que sacrificó al único que lo acompañó firmemente en todo el camino. Lo extraña todos los días. Cada noche, cuando está por dormir, antes de decir sus oraciones, siempre recuerda la última frase que le gritó cuando se lo llevaban. “¿Tanto te cuesta entenderme? ¿Tan complicado es lo que pienso?” Al estar tan lejos de él por tanto tiempo esas preguntan se generan en su cabeza siempre y cada noche contesta lo mismo, una y cada vez: “Ahora no me cuesta tanto; no es tan complicado; cómo te extraño amigo”

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